jueves, 31 de diciembre de 2009

Josep Pla


Siempre cultivó su imagen de payés ilustrado y leído. Era todo lo contrario: un intectual cosmopolita y escéptico disfrazado de payés. Un Montaigne con boina.

lunes, 21 de diciembre de 2009

¡Queremos obispos nacionalitas!

¡Volem bisbes catalans! ¡Queremos obispos catalanes! Ese era el famoso grito de los católicos (?) catalanes que protestaban contra el nombramiento, como obispo de Barcelona, de don Marcelo González Martín, el que luego fuera cardenal de Toledo (primado de España, según un título más protocolario que efectivo). Don Marcelo venía de tierras castellanas y no hablaba catalán; tuvo que pasar un auténtico calvario en su paso por Barcelona. Ahora el ha tocado el turno a monseñor José Ignacio Munilla. En este caso no pueden decir ¡Queremos obispos vascos!, porque monseñor Munilla es vasco de nacimiento y raíces familiares, habla eusquera y ha sido párroco en la guipuzcoana Zumárraga. No se le puede rechazar, por tanto, por razones étnico-culturales. Son, por el contrario, razones ideológicas. Está claro que monseñor Munilla no está en la línea de condescendencia y comprensión del mundo nacionalista en la que estaban sus predecesores. Los fieles guipuzcoanos que han redactado un retórico documento, mezclando aleatoriamente los tópicos de la progresía clerical con ideas del Concilio Vaticano II, se lo podía haber ahorrado y haberlo sustituido por este eslogan, más claro, sencillo y contundente: ¡Queremos obispos nacionalistas!

En el fondo de esta actitud, como de todas las actitudes de los nacionalistas, hay un conflicto de difícil solución. El conflicto, más que meramente político, es ideológico y moral y afecta a valores y creencias. Dicho en pocas palabras, se formularía así: el nacionalismo tiene una gran dificultad (se diría, en sus propios términos, que un dificultad genética), para metabolizar el pensamiento ilustrado que deriva en el sistema liberal-democrático. Los nacionalistas pueden ser (seguramente los serán en su mayoría) buenas personas y ciudadanos normales que cumplen con las leyes, como la gran mayoría de los españoles. Eso nadie lo duda. Tampoco es que se manifiesten explícitamente en contra de la democracia y sus instituciones. Es que se sitúan fuera del pensamiento democrático como paradigma general. Lo primero es que no entienden el carácter abstracto y genérico de la idea de ciudadanía. Un ciudadano vasco no tiene que ser nacionalista, ni sustentar una cultura tradicional vasca (o catalana o extremeña). El Estado se erige como ente cultural y religiosamente neutral para administrar y proteger a sus ciudadanos. Ese es el sentido del Estado liberal. Cuando hablamos de cultura, identidad u otros conceptos parecidos nos referimos a la sociedad civil, a los ciudadanos libremente asociados o individualmente considerados. El Estado, la comunidad política no puede identificarse exclusivamente con ninguna forma cultural, ideológica o religiosa, sino que establece una especie de arbitraje entre las distintas realidades sociales. Los firmantes de este manifiesto establecen la ecuación nacionalista = vasco. Y es más: no comprenden que la Iglesia, como institución privada, aunque de proyección pública indudable, de la sociedad civil tiene sus propias normas, su funcionamiento particular que no se identifica con lo estatal. Es la “autonomía de las realidades temporales” de la que habla el Concilio Vaticano II. No es la “Iglesia vasca”, sino la “Iglesia” en el País Vasco. Desde un punto de vista católico no existe la “Iglesia vasca” ni la “Iglesia española” ni la “Iglesia húngara”. Es una institución que tiene sus propias normas de funcionamiento, con las que se puede estar o no de acuerdo pero donde, por otra parte, no se obliga a nadie a permanecer contra su voluntad.

Para el nacionalista la realidad étnico-cultural es el paradigma supremo ante el que toda realidad tiene que adaptarse. Las normas internas de las instituciones privadas (en el caso vasco) o la autonomía del poder judicial (en el caso catalán). Ese es su fundamento moral y axiológico y ese es el drama para todos los demás, los que no somos nacionalista: lo que no nos permite acércanos a ellos con comprensión, lo que no nos permite construir un consenso que no sea meramente coyuntural.

Pesimista conclusión: con ellos no es posible el debate. Todo consenso tiene para ellos un carácter provisional y en cierta forma insincero; nunca olvidan sus “valores últimos”. Habitan, intelectualmente, otro mundo.

viernes, 11 de diciembre de 2009

¿Por qué no una región?

Con la reforma del Estatuto de autonomía se plantea un problema que, me parece, comienza a salirse del terreno político y a meterse en los complicados vericuetos de la Metafísica. El problema en cuestión es contestar a la pregunta: ¿qué es Andalucía? La situación recuerda los planteamientos esencialistas de la Generación del 98 que sigue una larga línea que puede remontarse a Larra. Autores como Azorín y Unamuno se hacían aquella pregunta angustiosa de ¿qué es España? Afán interrogativo que continúa en la generación de Ortega. Léanse las bellísimas líneas que abren las “Meditaciones del Quijote”.

Casi un siglo después, vuelve, como un Guadiana que reaparece gloriosamente, este afán inquisitivo, ahora aplicado a Andalucía. Ahora los interrogadores no son ilustres escritores, pero sí políticos de pro. Y, como es normal, su situación es el desacuerdo más radical. Para el PP Andalucía es una “nacionalidad” dentro de la “nación” española. Para el PSOE, se trata de una “realidad nacional”. Por último, para IU y PA, es una “nación”. Esta última opción puede ser un disparate, pero al menos tiene el don de la claridad. No puede decirse lo mismo de las otras. “Nacionalidad” es un concepto jurídico-político cuyo significado, después de 26 años que se aprobara la Constitución, seguimos ignorando. Puede ser algo así como un híbrido a medio camino entre “nación” y “región”, el café con leche del constitucionalismo. En cuanto a “realidad nacional”, el término entra en el ámbito filosófico. Realidad, ente, ser... Desde Heráclito la filosofía occidental anda dando vueltas a estos temas. “Realidad nacional” puede tener el sentido de potencialidad: el ente en cuestión aún no ha adquirido en su plenitud el carácter nacional, pero tiene posibilidades de hacerlo.

Todo este debate nominalista y bizantino me suscita dos cuestiones.

a) ¿Responde a una necesidad real de Andalucía? ¿Están preocupados los andaluces por esto? ¿Amargan sus días y desvelan sus noches en la duda hamletiana de si nación, nacionalidad o realidad nacional?

b) ¿Es posible un acuerdo amplio sobre este cuestión, que responda a un consenso social generalizado, a una tradición arraigada? Me parece que la respuesta a ambas preguntas es negativa. No es una cuestión que esté en las preocupaciones cotidianas, sino que habita en la estratosfera de las abstracciones y las discusiones gratuitas. Por otra parte, el consenso, como el toreo femenino, no puede ser y, además, es imposible.

Propongo una modesta solución, a sabiendas de que, no sólo va a ser rechazada, sino ni siquiera tomada en cuestión. Mi propuesta es rescatar la clásica y proscrita palabra de “región”. Como una región han sentido siempre a Andalucía los andaluces. La falta de espontaneidad, las posturas forzadas, el mimetismo de ciertas modas han puesto una cortina de humo sobre esta sencilla realidad, admitida como una vigencia social por la inmensa mayoría: somos una región dentro de la nación española. Léase del maestro Julián Marías, recientemente fallecido, el capítulo titulado “Europa, nación, región” en su libro “La Estructura social”. Ahí queda claro como la región es una realidad sustantiva, pero insuficiente, que necesita insertarse en otra superior. Los usos sociales, las vigencias y los valores de la región quedan configurados más bien como costumbres personales o, en todo caso, locales, pero no son suficientes para regular la vida; necesitan de un ámbito superior y en él se encajan. De hecho, como explica Marías, la mayoría de las naciones europeas se han formado por agregación de unidades previas, que prácticamente coinciden con las regiones actuales. Cuando éramos pequeños nos decían que no hay que avergonzarse de ser pobre. Hoy habría que rescatar ese antiguo orgullo del humilde: somos región; y a mucha honra.

¿Qué es una "comunidad nacional"?

Nuestra Constitución, para intentar atender, al menos momentáneamente, las exigencias nacionalistas, introduce en su artículo 2 el término `nacionalidad´. En aquel momento la palabra levantó una gran polémica y un hombre tan poco sospechoso como Julián Marías se opuso a ella con claros argumentos, el más importante, la impropiedad del término. Los nacionalistas aducían como antecedente la obra `Las nacionalidades´ de Pi y Maragall, pero Marías demostró que en este libro (citado, pero no leído como suele ocurrir en los debates políticos) la palabra no es usada en el sentido en que se le quiere dar en la Constitución. Más de dos décadas después, esta ambigüedad sigue viva; ambigüedad, al menos, en dos sentidos:

1- En su contenido: qué es, en qué se diferencia una nacionalidad de una nación. El artículo citado distingue, además entre nacionalidades y regiones. ¿Dónde radica la diferencia?

2- Es un término ambiguo en cuanto a su aplicabilidad. ¿A qué regiones aplicamos el calificativo? ¿Cuáles son las `nacionalidades´ españolas? Por lo visto, todas las autonomías quieren para sí ese trato. Si seguimos en un proceso de descentralización y asunción de competencias, llegará un momento en que todas las comunidades autónomas sean nacionalidades. Entonces, ¿de qué nos sirve el tan denostado término `región´ en nuestra Carta Magna? No nos sirve. En España no existen regiones. Esto es una realidad no sólo en la terminología política, sino en el habla cotidiana, donde la palabra se ha convertido casi en un tabú. Todo esto nos lleva a que el término no cumple una de las funciones principales del lenguaje jurídico-político: la precisión para establecer unas normas de juego claras.

En el reformado Estatuto de la comunidad autónoma andaluza, para aclarar estas brumas, para sacarnos de lo que parece un laberinto jurídico-político sin salida, aparece sobre el escenario un nuevo tecnicismo hasta ahora inédito: `comunidad nacional´. Se supone que este concepto viene a indicar un grado mayor de identidad nacional (por llamarla de alguna manera) que la `nacionalidad´ y menor que la `nación´. Es un paso más en una escala gradual. El problema -me parece- reside en plantear como gradual un concepto que unívocamente es o no es. Una comunidad humana es una nación (constituye una unidad en torno a un Estado soberano) o no lo es. Otra cosa es que algunos (los nacionalistas de todos los partidos) tengan la legítima aspiración a que en su comunidad se constituya en una nación. Por eso es un desideratum, no una realidad política que tenga que ser recogida en la Constitución.

Volvemos a las preguntas iniciales. ¿Qué es nacionalidad? 27 años no han sido suficientes para aclararlos. ¿Qué es comunidad nacional? Me temo que seguiremos en la incertidumbre. Y por mucho tiempo

martes, 8 de diciembre de 2009

Pilatos

¿Qué es la verdad? Ruido
de las turbas. El ser
se esconde en la palabra.
Quizá peor: no existe
ser alguno bajo esta
costra sonora y hueca.
Solo el silencio es cierto.
Que los hombres se busquen,
como perros hambrientos,
su trozo de sentido,
su trozo de mentira,
para vivir allí
el tiempo que les quede.