No
sabía que sus ojos estaban al fondo del abismo, esperándome con su
luz metálica.
No
calibré la profundidad de estas aguas oscuras y su urdimbre de algas
pegajosas.
No
recordé que aquí, en esta remota morada, habita el silencio como un
bloque de hielo prehistórico.
El
olvido y la audacia me empujaron al descenso, igual que mi maestro
florentino.
Y,
después de las tempranas sombras, alcanzado el primer círculo y
casi perdida la esperanza,
sereno,
vislumbré al final del pasadizo
la
luz que allí sabía, desde siempre.