lunes, 25 de noviembre de 2019

Religiosidad popular: un intento de delimitación conceptual


Este trabajo procede de una comunicación en el “Congreso Nacional sobre religiosidad Popular” celebrado en Málaga-Antequera,  desde 28 al 31 de octubre de 2004. Esta inédito porque no se publicaron, que yo sepa, las actas de este congreso.  


Un tema católico

 El gran antropólogo Julio Caro Baroja, hablando de la religiosidad española de los siglos XVI y XVII, hace esta observación, que en realidad, es aplicable a cualquier manifestación religiosa: “Si la religión aparece como un bloque dogmático  para teólogos y aun filósofos y juristas, para otras gentes de diversa catadura, es algo de tal diversa riqueza de matices distintos y hasta contradictorios, que sorprende; de suerte que no puede reducirse tal fe a unas cuantas ideas, por profundas y esenciales que se consideren, ni a unas cuantas prácticas rígidas”[1]. Quiere esto decir que es prácticamente inevitable en cualquier religión una cierta dualidad entre lo dogmático, lo institucional, por un lado, y una religiosidad más heterogénea, más espontánea, más difícil de definición, por otro; y ésta última modalidad -que se puede llamar religiosidad popular o de otra forma- es de una gran complejidad y está condicionada, en mayor medida que el otro término de la dualidad, por factores culturales, personales y sociales[2]. Es un hecho que esta dicotomía es más clara (y, por lo tanto, más polémica) en la religión católica que en otras. El tema de la religiosidad popular es un tema eminentemente católico, sin perjuicio de que pueda aparecer en otras religiones. A él  han dedicado muchos esfuerzos teóricos, teólogos y estudiosos, y el mismo Magisterio de la Iglesia lo aborda en documentos de distinto tipo. ¿A qué se debe esta particularidad católica? ¿Se trata de un fenómeno coyuntural, histórico o de carácter intrínseco al mismo catolicismo? Pienso que esta segunda posibilidad es la acertada; que la religiosidad popular (su enorme relevancia en nuestra Iglesia) tiene sus raíces y su razón de ser en la misma entidad de la Iglesia. Desde un punto de vista institucional y fenomenológico (haciendo abstracción de su carácter sacramental, mistérico), la Iglesia es un modelo de grupo humano organizado en una estructura jerárquica, centralizada. Se trata de un caso único (no la existencia de este rasgo, sino su importancia central y configuradora), incluso en las confesiones cristianas. Es una estructura jerárquica, donde se conjugan de una forma armónica el centralismo (la infalibilidad papal sería el “núcleo duro” de este centralismo) y una amplia autonomía de la unidades menores (diócesis, parroquias, órdenes). Salvadas las distancias, sería algo así como un “federalismo” en términos religiosos. Sus actividades (sacramentos, liturgia, sacerdocio) están minuciosamente reguladas por un código de normas que intenta ser exhaustivo y abarcar el mayor número posible de manifestaciones. Se ha repetido con frecuencia que, por todas estas causas, el Catolicismo es el gran continuador del Derecho Romano, más que en sus ideas, en su espíritu, en su actitud, en su forma de organizarse y en su tendencia a la codificación. La católica es un caso único de iglesia organizada institucionalmente tanto en sus contenidos como en su funcionamiento. Por esta causa, puesto que lo institucional está bien delimitado, es más fácil deslindar lo institucional de lo popular. En otras religiones es más difícil realizar esta disociación porque en ellas lo popular se diluye de forma que abarca casi todo el ámbito religioso y, de esta forma, lo institucional se desdibuja. Puede haber distintos casos; por ejemplo, en las confesiones protestantes y evangélicas los centros de poder y decisión se multiplican y llegan a una atomización; hay una multitud de comunidades prácticamente autónomas sin un núcleo central que las aglutine. En el caso del Islam, se presenta una  profusión de movimientos distintos y hasta contrarios, que hacen improbable una institucionalización que los abarque a todos.

Primera definición. El punto de vista del  Magisterio

En este sentido, una definición clara de la religiosidad popular es aquélla que abarca manifestaciones religiosas que se salen del culto litúrgico  y sacramental establecido normativamente por la Iglesia. Aunque las hermandades y cofradías son un ejemplo privilegiado, esta definición sirve para abarcar un campo amplísimo. El Catecismo cita “la veneración de las reliquias, las visitas a santuarios, las peregrinaciones, las procesiones, el vía crucis, las danzas religiosas, el rosario, las medallas, etc.”[3]. El Magisterio se refiere  a ellas en muchas ocasiones; normalmente siempre desde unos mismos parámetros, que pueden resumirse en estas tres ideas: a) aceptación del fenómeno, no como algo negativo, sino como una riqueza de la Iglesia, como una gracia, como una fuente de potencialidades que, bien encauzadas, pueden suponer una fuerza positiva; b) exhortación a mantener estos fenómenos dentro de los límites de la ortodoxia (más una ortodoxia “practica” y pastoral que dogmática); en este sentido, el  Santo Padre pide “incesante vigilancia a fin de que los elementos menos perfectos se vayan progresivamente purificando, y los fieles puedan llegar a una fe auténtica y a una plenitud de vida en Cristo” [4]; podrían añadirse muchas citas de documentos magisteriales en este mismo sentido; y c) colocar estas manifestaciones en una escala jerárquica, en su lugar, es decir, por debajo de la liturgia y los sacramentos[5], como complemento, como prolongación de estas prácticas, nunca como sustitutos o competidores. “Estas expresiones -dice el Catecismo-  prolongan la vida litúrgica de la Iglesia, pero no la sustituyen”[6]. Hay muchos textos magisteriales sobre el tema, desde algunos documentos conciliares, encíclicas, hasta el Catecismo y algunos  documentos colectivos de los obispos; todos, dentro de su diversidad y del distinto contexto cronológico, siguen estas líneas indicadas.


Sentimentalidad /racionalidad

Pero este primer rasgo con el que definimos la religiosidad popular es un rasgo negativo: decimos de ella lo que no es. Vamos a intentar una definición positiva; o al menos, como indica el título del trabajo, una “delimitación” del concepto. Esto es: establecer una serie de rasgos que puedan servir para tener una idea clara de qué es este fenómeno religioso y cómo diferenciarlo de otros de distinta naturaleza. Y establecerlos, intentando mantener un punto de vista descriptivo, lo más objetivo posible en el sentido de considerarlos desde una perspectiva fenomenológica, sin hacer juicios de valor y, en lo posible, sin apelar a categorías “teológicas” o dogmáticas.

Un primer rasgo que salta a la vista es el predominio de lo sentimental  sobre lo racional. Los teóricos de la Fenomenología de la Religión estudian cómo la manifestación religiosa es un hecho poliédrico donde se conjugan distintos aspectos, que se presentan normalmente mezclados, aunque puede haber predominio de unos sobre otros. “Una de las manifestaciones de esta  cualidad emocional de  actitud religiosa  consiste en la intensidad emotiva con que el sujeto se ve afectado en ella y se traduce en ese estado de ánimo específicamente religioso en sí mismo que llamamos entusiasmo”[7]. Puede haber ocasiones en que las manifestaciones litúrgicas teológicas de la Iglesia resulten demasiado conceptuales, complicadas en su comprensión, necesitadas de una fuerte racionalización. Ello hace que algunas personas puedan llegar a prácticas religiosas donde tiene una mayor presencia lo vivido, la experiencia personal o colectiva, el sentimiento. Se ha reconocido que las manifestaciones de religiosidad popular se hacen presentes “debido a sentir la necesidad de expresiones más accesibles para aquellos para los que las fórmulas litúrgicas, cuyo lenguaje bíblico y teológico no consiguen comprender y cuyo clima resulta demasiado austero para su exuberante sensibilidad imaginativa”[8]. Esta importancia de lo sensible y lo sensual nos lleva a otro tema: el lugar central de la imaginería, del arte religioso, la veneración y culto  de  imágenes sagradas. No sería comprensible esta religiosidad en el contexto de una religión austera en lo iconográfico. Y el fenómeno contrario: no sería explicable la magnífica floración de imágenes religiosas (por ejemplo, la imaginería de Semana Santa en Andalucía) sin la religiosidad popular. La experiencia religiosa es algo radical que afecta al hombre en su integridad; sin embargo, no podemos llegar que esta experiencia, en el ámbito que estamos estudiando, entra sobre todo por los ojos y va derecha a tocar nuestra fibra más sentimental. 

Localismo /universalismo

Otro rasgo que a mi entender delimita el concepto de religiosidad popular es el de servir de seña de identidad de una comunidad concreta. “Determinadas manifestaciones religiosas pueden expresar simbólicamente la identidad de una región, de una ciudad, de un barrio o de un grupo social [...] pueden existir  asimismo unos ritos religiosos que sean expresiones de la integración o separación de grupos, pueblos o regiones”[9].  La gama de ejemplos puede ser amplia: nación, pueblo, barrio, estamento profesional, incluso familia. Precisamente uno de los rasgos definidores del Catolicismo es la universalidad; no es la religión de un pueblo –como el Judaísmo-, o de la Polis o del Estado -como el politeísmo precristiano- . Es un grupo de hombres que se define por una creencia –el anuncio de Cristo vivo y resucitado- y no por la pertenencia a una comunidad política, étnica o cultural. Precisamente este universalismo hace necesaria una actitud de apertura a las distintas culturas, de las que se trata de aprovechar lo que de bueno tengan. El Concilio ha insistido en el  concepto de “inculturación”, que tanto desarrollo ha tenido en la teología posterior. Ahora bien, en la religiosidad popular, sin romper nunca la comunión con la Iglesia universal, existe una tendencia  a que los símbolos y prácticas religiosas sirvan para definir una comunidad. Un ejemplo claro es el de las Patronas de los pueblos y ciudades, tradición de especial arraigo en Andalucía.  En el mundo cofradiero no es extraño encontrar familias enteras que se identifican con un Titular y que transmiten esta identificación de generación en generación. Este localismo, este particularismo se puede tensar hasta un punto alto, porque siempre, por encima de todas las diferencias, aunándolas, asumiéndolas, superándolas, está clara la pertenencia a la Iglesia una y católica.

Espontaneidad / codificación

Se dice con frecuencia que los fenómenos de religiosidad popular son espontáneos. Y la observación de la realidad cercana parece dar la razón a esta opinión. Hay cultos que adquieren una gran importancia sin que los dirigentes de la Iglesia hagan nada por fomentarlos. Y lo contrario: se intentan fomentar devociones, prácticas que no terminan de cuajar. Parece que el pueblo actúa un poco “por libre” y termina imponiendo su criterio, no se sabe cómo. Luego, una vez que el fenómeno ha adquirido unas dimensiones considerables, puede ordenarse, encausarse, asumirse por parte de la Iglesia como un elemento aceptado e inserto en su ortodoxia. Pero el impulso inicial fue el de una espontaneidad popular que poco a poco se va imponiendo sin demasiadas normas, sin planes previos. Un caso claro es el de las manifestaciones marianas aceptadas por la Iglesia: Lourdes y Fátima. Comenzaron con un movimiento espontáneo y popular, no sin cierta prevención por parte de la jerarquía. Poco a poco se fueron convirtiendo en un movimiento masivo y terminaron por ser aceptadas plenamente. Lo mismo puede decirse de la formación de la mayoría de cofradías y hermandades. Han sido movimientos surgidos de abajo a arriba, no al contrario.

Tradición / innovación

Este es un debate presente  no sólo en la religiosidad popular, sino en toda la historia de la Iglesia. Precisamente una de los rasgos con que se define el Catolicismo es el del desarrollo de una Tradición, que se mantiene y enriquece a lo largo del tiempo, pero que continúa sin rupturas profundizando  y defendiendo un mismo “depósito de la fe” de carácter revelado. También el Concilio ha definido bien esta Tradición y su papel en la Iglesia. En muchas ocasiones se ha querido diferenciar a esta gran Tradición como uno de los pilares básicos de la fe, de las tradiciones particulares, los usos, las costumbres, que pueden variar de una época a otra, de un tiempo a otro. Es aquí donde quiero señalar otro rasgo definidor de la religiosidad popular: en el mantenimiento de tradiciones particulares, muy queridas a este tipo de manifestaciones. La religiosidad popular es un fenómeno que tiende al tradicionalismo. Está, por supuesto, abierta a los cambios, pero siempre que éstos sean graduales y medidos. ¿Por qué este uso, esta costumbre, esta fórmula? Porque durante mucho tiempo -quizá siglos- se hizo así; y nos complacemos en repetir, en perpetuar lo que nuestros predecesores hicieron, porque así nos sentimos parte de un amplio río que fluye, que estaba antes de nosotros y estará después. Nos sentimos con nuestros antepasados en un relación que se designa con un palabra muy querida por la Iglesia: Comunión.

Conclusiones provisionales

Delimitado el concepto de religiosidad popular con estos rasgos, resumo en tres líneas lo que puede ser una visión global (y, por supuesto, provisional) del fenómeno, pensado ya no sólo en su comprensión intelectual, sino en nuestra orientación como católicos y como elementos activos de estas manifestaciones:

1. La religiosidad popular existe y, con todas sus contradicciones, es conveniente y necesaria; más en estos tiempos de secularización, en los que cualquier manifestación o signo público de fe es puesto bajo sospecha por una ortodoxia laicista que, en ocasiones, toma tintes agresivos. Hay que reconocer, en todos los documentos del Magisterio, un fondo de “simpatía” que es compatible con la corrección y la orientación. Los que vivimos de cerca el mundo de las cofradías, conocemos personas cuyo único vínculo con la Iglesia es la cofradía (o la Patrona, o una devoción tradicional). Si rompemos este vínculo, quizá imperfecto y débil, romperemos el delgado hilo que les une a la Iglesia. Una de las palabras más cálidas que se han dicho sobre el tema son las de Pablo VI en Evangelii nuntiandi:  “La religiosidad popular cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores. Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción”[10].

2. La religiosidad popular, por sus mismas características, es propensa a ser una fuente de tensiones con la Iglesia jerárquica. Tampoco podemos negar esta realidad y dibujar un paisaje absolutamente idílico. Esa tendencia a la espontaneidad, a la variedad, al predominio de lo sentimental y al eclipse de lo racional, hace que con frecuencia tenga que ser corregida, reconducida, amonestada. Evidentemente en todos los ámbitos de la Iglesia pueden darse tensiones,  pero el de la religiosidad popular es un terreno especialmente propicio. Tensiones, por otro lado, que ocurren en el terreno de la práctica o la pastoral y nunca en el dogmático.

3. Pero todas estas tensiones se dan en el ámbito de la Iglesia una y universal, sin que se rompa el vínculo de la comunión eclesial. Dicho coloquialmente: todas nuestras discusiones son discusiones “de familia”. Y en la familia, cuando el padre tiene que regañar al hijo, le regaña y no pasa nada, para eso es el padre. Esa capacidad, que parece inagotable,  de resolver tensiones, de aunar en la unión y en la comunión la pluralidad y las tensiones, es una característica del Catolicismo que a los no católicos les cuesta trabajo comprender. ¿Cómo una institución de gente tan diversa y parece que hasta contraria puede permanecer cohesionada?  No hay otra institución, desde un punto de vista meramente humano, que resista esta diversidad, esta heterogeneidad, esta pluralidad, incluso estética. Esta diversidad en lo accesorio y formal es posible sólo manteniendo una gran seguridad y unidad en lo fundamental. Carl Schmitt ha hablado de la Iglesia como una complexio oppositorum que reúne en su seno las más diversas y hasta contrarias tendencias[11]. Esta diversidad es asumible, por la firmeza de los principios, que hace posible la elasticidad en otros aspectos y la adaptación a distintos medios. Es lo que Schmitt llama una “firme cosmovisión”[12], que permite a la Iglesia esta diversidad, esta riqueza que, a fin de cuentas (y por primera vez hago referencia al carácter sacramental, sobrenatural de la Iglesia) puede ser concebida, desde un punto de vista creyente, como gracia del Espíritu.

 



[1] Julio Caro Baroja, Las formas complejas de la vida religiosa (Siglos XVI y XVII), Madrid, SARPE, 1985, pág. 30.
[2] “Es sobre todo, cuando se considera la religión en sus formas más humanas, psicológicas de un lado, sociales  de otro, cuando se ve la referida riqueza  de matices a que puede dar lugar su práctica [...] porque, dentro de una misma religión, el campesino tiene su forma de religiosidad, del mismo modo que el mercader, comerciante u hombre de negocios tiene la suya” (Ibíd. Los subrayados son del autor).
[3] Catecismo de la Iglesia Católica, núm. 1674.
[4] Discurso a los obispos del Sur de España, 30 de enero de 1982.
[5] En el documento Las Hermandades y Cofradías. Carta de los obispos del Sur de España (Madrid, P.P.C., 1987) se establece esta jerarquización claramente: “Las celebraciones litúrgicas deben ocupar el centro de la vida de todas las asociaciones católicas y todos los otros actos de piedad habrán de estar orientados hacia ellas” (pág. 50).
[6] Catecismo,  núm. 1675.
[7] J. Martín Velasco, Introducción a la Fenomenología de la religión, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1978, 4ª ed., pág. 165.  Este autor considera que la actitud religiosa se expresa en distintos niveles: racional, la acción, sentimiento y emoción comunitaria. Cfr. El capítulo “La actitud religiosa y sus expresiones” (págs. 153-171).
[8] El Catolicismo popular en el sur de España,  Madrid, P.P.C., 1975.
[9] Las Hermandades y Cofradías, ed. cit., págs. 44-45. Hay un testimonio curioso (y dramático) referido a la persecución religiosa en la  guerra civil española. Hugh Thomas ha estudiado cómo había cierta selección en la destrucción de imágenes y en otros actos agresivos, de forma que solían ser gente de fuera quienes hacían estos actos bárbaros; los del lugar “respetaban” de alguna manera imágenes con las que se identificaban (Hugh Thomas, La guerra civil española, París, Ruedo Ibérico, 1968, pág. 35).
[10] Evangelii Nuntiandi, núm. 48.
[11] El jurista alemán (por cierto, católico, lo que no es muy frecuente entre los grandes intelectuales de aquel país) adopta un punto de vista  preferentemente político, aunque la idea es aplicable a cualquier aspecto.“La iglesia católica es una complexio oppositorum. No parece que haya contraposición alguna que ella no abarque. Desde hace mucho tiempo se gloría de unificar en su seno todas las formas de Estado y de gobierno; de un monarquía autocrática, cuya cabeza es elegida por la aristocracia de los cardenales, en la que sin embargo hay suficiente democracia para que, sin consideración de clase ni origen [...] el último pastor de los Abruzos [Schmitt se refiere a Celestino V, único papa de a historia que renunció] tenga la posibilidad de convertirse en ese soberano autocrático” (Catolicismo y forma política, Madrid, Tecnos,  2001, pág. 8).
[12] Loc. cit., pág. 6; en este sentido, compara a la Iglesia con el Imperio Romano, por su gran capacidad de asimilación y aceptación de las distintas culturas.