El
romance de “Álora la bien cercada” es una de las mas preciadas joyas de ese
inagotable tesoro del Romancero. Su entramado histórico está claro: el intento
de conquista de la plaza por parte las huestes cristianas y la muerte alevosa
del Adelantado don Diego de Rivera. Pero quiero aquí referirme a otro aspecto
del texto, lo que en un estudio más largo he llamado “riqueza estilística”.
¿Por qué este romance nos sigue produciendo, después de cinco siglos, ese
cosquilleo, esa extraña alquimia, no reducible a ninguna fórmula, de la buena
literatura?
Considerando
el texto desde un punto de vista retórico, se comprueba la sencillez de sus
recursos; una retórica sobria, de “encefalograma plano”. Se narran los hechos
con exactitud y viveza, pero sin exageración ni adorno. Dominio de lo narrativo
y lo descriptivo sobre lo lírico y lo discursivo. Simplemente, con objetividad
y casi frialdad, se narran unos hechos. ¿Simplemente?
La
complejidad, el mecanismo secreto de esta máquina maravillosa no está en el
lenguaje, sino en cómo se estructuran y presentan los hechos y en qué
perspectivas el autor-narrador los presenta. La combinación, el cambio de estos
puntos de vista producen lo que, para mí, es la clave del texto: su carácter
dinámico. Comienza el poema con una vista “panorámica” del pueblo rodeado por el río y cercado por
las tropas cristianas (versos 1-8). Se establecen, así, las coordenadas
espacio-temporales, el escenario y el momento de la escena. El punto de mira, a
continuación, se desliza hacia los alrededores del castillo. La cámara se
acerca y mira a la muchedumbre que se mueve, incluso se acerca al detalle de
sus objetos y enseres (vv. 9-16). Pasa a centrarse la mirada sobre las murallas
del castillo (la cámara sigue acercándose). Luego (primer plano) se fija en un
“morico” que está agazapado entre dos almenas, dispuesto a fastidiar al pobre
don Diego (vv. 19-22). Suena la voz del morico -hasta ahora la escena ha estado
muda- y la cámara, sin cambiar de distancia, pero sí de dirección, apunta a
otro lugar. Los hechos se suceden ahora vertiginosamente: se alza la visera,
entra la saeta por esa rendija (vv. 27-30). ¿Qué ocurre? Parece el final.
Todavía tiene la cámara tiempo de acercarse y mostrarnos la escena última con
un tono familiar, de interior (vv. 31-36). Y en el momento final, que remata
magistralmente toda esta mudanza con los dos últimos versos, se aleja no
para describir, sino sugerir, no
nombrar, sino insinuar el desenlace
final. Retórica, más que lírica, teatral o cinematográfica.
El
juglar anónimo nos sigue cercando con la magia del arte.
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