Este trabajo procede de una comunicación en el
“Congreso Nacional sobre religiosidad Popular” celebrado en
Málaga-Antequera, desde 28 al 31 de
octubre de 2004. Esta inédito porque no se publicaron, que yo sepa, las actas
de este congreso.
Un tema católico
Primera definición. El punto de vista
del Magisterio
En este sentido, una
definición clara de la religiosidad popular es aquélla que abarca
manifestaciones religiosas que se salen del culto litúrgico y sacramental establecido normativamente por
la Iglesia. Aunque las hermandades y cofradías son un ejemplo privilegiado,
esta definición sirve para abarcar un campo amplísimo. El Catecismo cita “la veneración de las reliquias, las visitas a
santuarios, las peregrinaciones, las procesiones, el vía crucis, las danzas
religiosas, el rosario, las medallas, etc.”[3]. El Magisterio se refiere a ellas en muchas ocasiones; normalmente
siempre desde unos mismos parámetros, que pueden resumirse en estas tres ideas:
a) aceptación del fenómeno, no como algo negativo, sino como una riqueza de la
Iglesia, como una gracia, como una fuente de potencialidades que, bien
encauzadas, pueden suponer una fuerza positiva; b) exhortación a mantener estos
fenómenos dentro de los límites de la ortodoxia (más una ortodoxia “practica” y
pastoral que dogmática); en este sentido, el
Santo Padre pide “incesante vigilancia a fin de que los elementos menos
perfectos se vayan progresivamente purificando, y los fieles puedan llegar a
una fe auténtica y a una plenitud de vida en Cristo” [4];
podrían añadirse muchas citas de documentos magisteriales en este mismo
sentido; y c) colocar estas manifestaciones en una escala jerárquica, en su
lugar, es decir, por debajo de la liturgia y los sacramentos[5],
como complemento, como prolongación de estas prácticas, nunca como sustitutos o
competidores. “Estas expresiones -dice el Catecismo- prolongan la vida litúrgica de la Iglesia,
pero no la sustituyen”[6].
Hay muchos textos magisteriales sobre el tema, desde algunos documentos
conciliares, encíclicas, hasta el Catecismo
y algunos documentos colectivos de
los obispos; todos, dentro de su diversidad y del distinto contexto
cronológico, siguen estas líneas indicadas.
Sentimentalidad
/racionalidad
Pero este primer rasgo con
el que definimos la religiosidad popular es un rasgo negativo: decimos de ella
lo que no es. Vamos a intentar una
definición positiva; o al menos, como indica el título del trabajo, una
“delimitación” del concepto. Esto es: establecer una serie de rasgos que puedan
servir para tener una idea clara de qué es este fenómeno religioso y cómo diferenciarlo
de otros de distinta naturaleza. Y establecerlos, intentando mantener un punto
de vista descriptivo, lo más objetivo posible en el sentido de considerarlos
desde una perspectiva fenomenológica, sin hacer juicios de valor y, en lo
posible, sin apelar a categorías “teológicas” o dogmáticas.
Un primer rasgo que salta a
la vista es el predominio de lo sentimental sobre lo racional. Los teóricos de la
Fenomenología de la Religión estudian cómo la manifestación religiosa es un
hecho poliédrico donde se conjugan distintos aspectos, que se presentan
normalmente mezclados, aunque puede haber predominio de unos sobre otros. “Una
de las manifestaciones de esta cualidad
emocional de actitud religiosa consiste en la intensidad emotiva con que el
sujeto se ve afectado en ella y se traduce en ese estado de ánimo
específicamente religioso en sí mismo que llamamos entusiasmo”[7].
Puede haber ocasiones en que las manifestaciones litúrgicas teológicas de la
Iglesia resulten demasiado conceptuales, complicadas en su comprensión,
necesitadas de una fuerte racionalización. Ello hace que algunas personas
puedan llegar a prácticas religiosas donde tiene una mayor presencia lo vivido,
la experiencia personal o colectiva, el sentimiento. Se ha reconocido que las
manifestaciones de religiosidad popular se hacen presentes “debido a sentir la
necesidad de expresiones más accesibles para aquellos para los que las fórmulas
litúrgicas, cuyo lenguaje bíblico y teológico no consiguen comprender y cuyo
clima resulta demasiado austero para su exuberante sensibilidad imaginativa”[8].
Esta importancia de lo sensible y lo sensual nos lleva a otro tema: el lugar
central de la imaginería, del arte religioso, la veneración y culto de
imágenes sagradas. No sería comprensible esta religiosidad en el
contexto de una religión austera en lo iconográfico. Y el fenómeno contrario:
no sería explicable la magnífica floración de imágenes religiosas (por ejemplo,
la imaginería de Semana Santa en Andalucía) sin la religiosidad popular. La
experiencia religiosa es algo radical que afecta al hombre en su integridad;
sin embargo, no podemos llegar que esta experiencia, en el ámbito que estamos
estudiando, entra sobre todo por los ojos y va derecha a tocar nuestra fibra
más sentimental.
Localismo
/universalismo
Otro rasgo que a mi entender
delimita el concepto de religiosidad popular es el de servir de seña de
identidad de una comunidad concreta. “Determinadas manifestaciones religiosas
pueden expresar simbólicamente la identidad de una región, de una ciudad, de un
barrio o de un grupo social [...] pueden existir asimismo unos ritos religiosos que sean
expresiones de la integración o separación de grupos, pueblos o regiones”[9]. La gama de ejemplos puede ser amplia: nación,
pueblo, barrio, estamento profesional, incluso familia. Precisamente uno de los
rasgos definidores del Catolicismo es la universalidad; no es la religión de un
pueblo –como el Judaísmo-, o de la Polis o del Estado -como el politeísmo
precristiano- . Es un grupo de hombres que se define por una creencia –el
anuncio de Cristo vivo y resucitado- y no por la pertenencia a una comunidad
política, étnica o cultural. Precisamente este universalismo hace necesaria una
actitud de apertura a las distintas culturas, de las que se trata de aprovechar
lo que de bueno tengan. El Concilio ha insistido en el concepto de “inculturación”, que tanto
desarrollo ha tenido en la teología posterior. Ahora bien, en la religiosidad
popular, sin romper nunca la comunión con la Iglesia universal, existe una
tendencia a que los símbolos y prácticas
religiosas sirvan para definir una comunidad. Un ejemplo claro es el de las
Patronas de los pueblos y ciudades, tradición de especial arraigo en Andalucía. En el mundo cofradiero no es extraño
encontrar familias enteras que se identifican con un Titular y que transmiten
esta identificación de generación en generación. Este localismo, este
particularismo se puede tensar hasta un punto alto, porque siempre, por encima
de todas las diferencias, aunándolas, asumiéndolas, superándolas, está clara la
pertenencia a la Iglesia una y católica.
Espontaneidad / codificación
Se dice con
frecuencia que los fenómenos de religiosidad popular son espontáneos. Y la
observación de la realidad cercana parece dar la razón a esta opinión. Hay
cultos que adquieren una gran importancia sin que los dirigentes de la Iglesia
hagan nada por fomentarlos. Y lo contrario: se intentan fomentar devociones,
prácticas que no terminan de cuajar. Parece que el pueblo actúa un poco “por
libre” y termina imponiendo su criterio, no se sabe cómo. Luego, una vez que el
fenómeno ha adquirido unas dimensiones considerables, puede ordenarse,
encausarse, asumirse por parte de la Iglesia como un elemento aceptado e
inserto en su ortodoxia. Pero el impulso inicial fue el de una espontaneidad
popular que poco a poco se va imponiendo sin demasiadas normas, sin planes
previos. Un caso claro es el de las manifestaciones marianas aceptadas por la
Iglesia: Lourdes y Fátima. Comenzaron con un movimiento espontáneo y popular,
no sin cierta prevención por parte de la jerarquía. Poco a poco se fueron
convirtiendo en un movimiento masivo y terminaron por ser aceptadas plenamente.
Lo mismo puede decirse de la formación de la mayoría de cofradías y
hermandades. Han sido movimientos surgidos de abajo a arriba, no al contrario.
Tradición / innovación
Este es un
debate presente no sólo en la
religiosidad popular, sino en toda la historia de la Iglesia. Precisamente una
de los rasgos con que se define el Catolicismo es el del desarrollo de una
Tradición, que se mantiene y enriquece a lo largo del tiempo, pero que continúa
sin rupturas profundizando y defendiendo
un mismo “depósito de la fe” de carácter revelado. También el Concilio ha
definido bien esta Tradición y su papel en la Iglesia. En muchas ocasiones se
ha querido diferenciar a esta gran Tradición como uno de los pilares básicos de
la fe, de las tradiciones particulares, los usos, las costumbres, que pueden
variar de una época a otra, de un tiempo a otro. Es aquí donde quiero señalar
otro rasgo definidor de la religiosidad popular: en el mantenimiento de
tradiciones particulares, muy queridas a este tipo de manifestaciones. La
religiosidad popular es un fenómeno que tiende al tradicionalismo. Está, por
supuesto, abierta a los cambios, pero siempre que éstos sean graduales y
medidos. ¿Por qué este uso, esta costumbre, esta fórmula? Porque durante mucho
tiempo -quizá siglos- se hizo así; y nos complacemos en repetir, en perpetuar
lo que nuestros predecesores hicieron, porque así nos sentimos parte de un
amplio río que fluye, que estaba antes de nosotros y estará después. Nos
sentimos con nuestros antepasados en un relación que se designa con un palabra
muy querida por la Iglesia: Comunión.
Conclusiones provisionales
Delimitado el concepto de
religiosidad popular con estos rasgos, resumo en tres líneas lo que puede ser
una visión global (y, por supuesto, provisional) del fenómeno, pensado ya no
sólo en su comprensión intelectual, sino en nuestra orientación como católicos
y como elementos activos de estas manifestaciones:
1. La religiosidad popular
existe y, con todas sus contradicciones, es conveniente y necesaria; más en
estos tiempos de secularización, en los que cualquier manifestación o signo
público de fe es puesto bajo sospecha por una ortodoxia laicista que, en
ocasiones, toma tintes agresivos. Hay que reconocer, en todos los documentos
del Magisterio, un fondo de “simpatía” que es compatible con la corrección y la
orientación. Los que vivimos de cerca el mundo de las cofradías, conocemos
personas cuyo único vínculo con la Iglesia es la cofradía (o la Patrona, o una
devoción tradicional). Si rompemos este vínculo, quizá imperfecto y débil,
romperemos el delgado hilo que les une a la Iglesia. Una de las palabras más
cálidas que se han dicho sobre el tema son las de Pablo VI en Evangelii nuntiandi: “La religiosidad popular cuando está bien
orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos
valores. Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden
conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se
trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos
de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra
actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en
quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida
cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción”[10].
2. La religiosidad popular,
por sus mismas características, es propensa a ser una fuente de tensiones con
la Iglesia jerárquica. Tampoco podemos negar esta realidad y dibujar un paisaje
absolutamente idílico. Esa tendencia a la espontaneidad, a la variedad, al
predominio de lo sentimental y al eclipse de lo racional, hace que con
frecuencia tenga que ser corregida, reconducida, amonestada. Evidentemente en
todos los ámbitos de la Iglesia pueden darse tensiones, pero el de la religiosidad popular es un
terreno especialmente propicio. Tensiones, por otro lado, que ocurren en el
terreno de la práctica o la pastoral y nunca en el dogmático.
3. Pero todas estas
tensiones se dan en el ámbito de la Iglesia una y universal, sin que se rompa
el vínculo de la comunión eclesial. Dicho coloquialmente: todas nuestras
discusiones son discusiones “de familia”. Y en la familia, cuando el padre
tiene que regañar al hijo, le regaña y no pasa nada, para eso es el padre. Esa
capacidad, que parece inagotable, de
resolver tensiones, de aunar en la unión y en la comunión la pluralidad y las
tensiones, es una característica del Catolicismo que a los no católicos les
cuesta trabajo comprender. ¿Cómo una institución de gente tan diversa y parece
que hasta contraria puede permanecer cohesionada? No hay otra institución, desde un punto de
vista meramente humano, que resista esta diversidad, esta heterogeneidad, esta
pluralidad, incluso estética. Esta diversidad en lo accesorio y formal es
posible sólo manteniendo una gran seguridad y unidad en lo fundamental. Carl
Schmitt ha hablado de la Iglesia como una complexio
oppositorum que reúne en su seno las más diversas y hasta contrarias
tendencias[11].
Esta diversidad es asumible, por la firmeza de los principios, que hace posible
la elasticidad en otros aspectos y la adaptación a distintos medios. Es lo que
Schmitt llama una “firme cosmovisión”[12],
que permite a la Iglesia esta diversidad, esta riqueza que, a fin de cuentas (y
por primera vez hago referencia al carácter sacramental, sobrenatural de la
Iglesia) puede ser concebida, desde un punto de vista creyente, como gracia del
Espíritu.
[1] Julio Caro Baroja, Las formas complejas de la vida religiosa
(Siglos XVI y XVII), Madrid, SARPE, 1985, pág. 30.
[2] “Es sobre todo, cuando se
considera la religión en sus formas más humanas,
psicológicas de un lado, sociales
de otro, cuando se ve la referida riqueza de matices a que puede dar lugar su práctica
[...] porque, dentro de una misma religión, el campesino tiene su forma de
religiosidad, del mismo modo que el mercader, comerciante u hombre de negocios
tiene la suya” (Ibíd. Los subrayados
son del autor).
[3] Catecismo de la
Iglesia Católica, núm. 1674.
[4] Discurso a los obispos del Sur de España, 30 de enero de 1982.
[5] En el documento Las Hermandades y Cofradías. Carta de los obispos del Sur de España
(Madrid, P.P.C., 1987) se establece esta jerarquización claramente: “Las
celebraciones litúrgicas deben ocupar el centro de la vida de todas las
asociaciones católicas y todos los otros actos de piedad habrán de estar
orientados hacia ellas” (pág. 50).
[7] J. Martín Velasco, Introducción
a la Fenomenología de la religión, Madrid, Ediciones Cristiandad,
1978, 4ª ed., pág. 165. Este autor
considera que la actitud religiosa se expresa en distintos niveles: racional,
la acción, sentimiento y emoción comunitaria. Cfr. El capítulo “La
actitud religiosa y sus expresiones” (págs. 153-171).
[9] Las
Hermandades y Cofradías, ed. cit., págs. 44-45. Hay un testimonio curioso
(y dramático) referido a la persecución religiosa en la guerra civil española. Hugh Thomas ha
estudiado cómo había cierta selección en la destrucción de imágenes y en otros
actos agresivos, de forma que solían ser gente de fuera quienes hacían estos
actos bárbaros; los del lugar “respetaban” de alguna manera imágenes con las
que se identificaban (Hugh Thomas, La
guerra civil española, París, Ruedo Ibérico, 1968, pág. 35).
[10] Evangelii
Nuntiandi, núm. 48.
[11] El jurista alemán (por cierto, católico,
lo que no es muy frecuente entre los grandes intelectuales de aquel país)
adopta un punto de vista preferentemente
político, aunque la idea es aplicable a cualquier aspecto.“La iglesia católica
es una complexio oppositorum. No
parece que haya contraposición alguna que ella no abarque. Desde hace mucho
tiempo se gloría de unificar en su seno todas las formas de Estado y de
gobierno; de un monarquía autocrática, cuya cabeza es elegida por la
aristocracia de los cardenales, en la que sin embargo hay suficiente democracia
para que, sin consideración de clase ni origen [...] el último pastor de los
Abruzos [Schmitt se refiere a Celestino V, único papa de a historia que
renunció] tenga la posibilidad de convertirse en ese soberano autocrático” (Catolicismo
y forma política, Madrid, Tecnos,
2001, pág. 8).
[12] Loc.
cit., pág. 6; en este sentido, compara a la Iglesia con el Imperio Romano,
por su gran capacidad de asimilación y aceptación de las distintas culturas.
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